“El miedo no se lleva en la mochila, lo lleva el hombre dentro.”  Germán Piniella

El mar se manchó de puntos luminosos que avanzaban a la medianoche. Luces caminaban sobre las aguas tranquilas de Zapata. El ambiente a sal y metralla se agudizó mientras envejecía la noche. Algunos campesinos vieron los destellos en lontananza, pero ya no creían en cuentos de caminos que asustaron antes a sus familias alrededor de algún fuego incipiente. Lo vieron desde el inicio y murieron con las primeras balas.

Los pies mercenarios se hundían en el fango. Los siete barcos fueron colocándose más cerca de la orilla, y en la travesía dibujaron figuras muy raras. El desembarco se produjo por Bahía de Cochinos. Mil quinientos hombres. Cerca, los poblados de carboneros se despertaban al compás de las detonaciones y los hornos de tizón se iban desintegrando mientras algunos se refugiaban y otros acudían con armas ante los enemigos.

A una niña le hirieron de muerte los zapatos que sangraron también por su madre; luego se perdió entre los árboles hasta que una elegía la rescató en los caminos. Los camiones de rescate se poblaron de infantes, ancianos y mujeres, a los que siempre intentaron proteger de la muerte. Los demás, avanzaron hacia ella.

La mayoría de la fuerza cubana estuvo integrada por niños que no sobrepasaban los veinte años; que debieron agarrar bien fuerte la metralla para que no se les cayera de las manos y atinar y disparar en el pecho a un hombre cuando nunca antes lo habían hecho. Vieron morir al compañero de al lado de manera constante y velaron porque un proyectil no los alcanzara fuera de lugar.

Tener miedo era la sensación más permisible. Todos tuvieron; pero se escucharon entonces las palabrotas como ráfagas que terminaban por dar la fuerza que el temor, involuntariamente, congelaba. Aún así fue difícil eliminar la reseques y el nudo en las gargantas, y que cerraran los ojos y maldijeran cuando veían cuerpos destrozados por las bombas.

En la cantimplora llevaban una poción energizante que les permitía añadir fuerzas cuando los pies se cansaban. Colgado en el uniforme iba además un pomo pequeño de gasolina presto para añadirlo al café y evitar la molestia de estómago. La mayoría estaba llenos de parásitos y no había tiempo para curarlos en ese momento.

La comunicación se perdió muchas veces durante el combate en Girón, por lo que combatieron casi a ciegas. Caían los paracaídas en puntos estratégicos, mientras que en Playa Larga, Soplillar y Pálpite continuaban hostigando las fuerzas mercenarias. Los refuerzos llegaron a todas horas, como las muertes, y el cerco se fue cerrando a medida que avanzó el día 18.

Los que habían desembarcado con luces por Zapata fueron capturados en el peine que se hizo después de la victoria lograda exactamente en 65 horas. Días después decenas fueron cambiados por compotas. Ese fue, quizá, una de las humillaciones más grandes que recibieron como medalla por el valor durante la invasión.

Los cuerpos de 156 cubanos quedaron tendidos sobre las arenas de Girón.

Las luces no volvieron a surgir sobre las aguas.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

cuatro + nueve =

49 + = 57