Entre su tierra y la nuestra aún viaja ese espíritu de incasable luchador con el machete en las manos. Y en un punto medio entre ambas latitudes rememora los años vividos, los años de entrega por las causas justas, todos aquellos años entre los campos verdes repletos de mambises, y de bayonetas hispánicas, y que después ya no fueron verdes sino rojos, donde se derramó demasiada esencia de valientes. Y allí está, con la misma estirpe, con el mismo temple, allí permanece Máximo Gómez, siempre alerta para volver a empezar.
General desde su nacimiento aquel 18 de noviembre de 1836 en República Dominicana. Aún no salía de la cuna, pero los deseos y deberes independentistas eran lo más importantes. Y allá fue, cual jinete niño, con solo 16 años, a luchar con el ejército dominicano en contra de las invasiones de Faustine Soulouque y sus tropas haitianas. Allí obtuvo el grado de alférez.
Por suerte para nuestro destino llegó a Cuba. Venía como oficial del Ejército Español, posición que no tardó en cambiar. La cruda realidad que se vivía: de esclavos muriendo inhumanamente y de capataces malditos subyugando hasta las paredes; provocó una reforma radical en sus ideales. Ya para cuando los cubanos se alzaron el 10 de octubre de 1868, Gómez estaba vinculado con una de las disímiles logias masónica que conspiraban para la libertad de la Isla.
Unos días después, protagonizó la primera carga al machete (incorporándose a las luchas insurrecciónales e instaurando al machete como un arma de combate), uno de los legados más trascendentales que diera a los cubanos. Cuando comienza la contienda Gómez Báez ostentaba el grado de Sargento. El empezar de la guerra fue difícil, sobre todo por la escasez de municiones para enfrentarse a las tropas españolas. En una ocasión un mambí le inquirió a Máximo si solo eran tres las balas asignadas para cada hombre; la respuesta, luego de retirarle una bala a cada soldado, fue sagaz: «… un tiro para ablandar al enemigo y dar la carga al machete, así que todavía tienen uno de sobra…».
Durante los primeros meses de la Guerra de los Diez Años su campo de acción radicó en el Oriente del país, donde pronto alcanzó el grado de Mayor General. Su prestigio, como sus hazañas, era inexorablemente admirable. Al morir Ignacio Agramante, se hizo cargo de las tropas en el Camagüey, haciendo de la caballería un conjunto más disciplinado. Tiempo después Gómez es reasignado a las Villas, pero el intenso regionalismo existente en numerosos puntos del país, provocaron que la misión fracasara.
Su acción militar más substancial fue la Invasión a Occidente, con su avance provocó grandes pérdidas al ejército español y puso en práctica, por primera vez en la guerra, la tea incendiaria. Pero las acciones que de manera incansable efectuara a lo largo de diez años encontraron un final infructuoso. La firma del Pacto del Zanjón, presupuso una libertad totalmente falsa y los cubanos no pudieron tocar la independencia por la que tanto se había peleado.
Gómez viajó a Jamaica luego del cese de las hostilidades en Cuba. Una miseria enorme reprodujo más de una desdicha, la muerte de uno de sus hijos, fue prueba de ello. Más tarde se traslada a Costa Rica donde logra contactar con Maceo y luego con José Martí. Su incorporación a la organización de la Guerra Necesaria no tardó en llegar. «República con todos y para el bien de todos», era el propósito fundamental de la nueva contienda, y así lo deja Gómez plasmado en el Manifiesto de Montecristi (firmado junto a Martí) antes de venir a Cuba para continuar la lucha. En abril de 1895 desembarcó por Playitas de Cajobabo, en Guantánamo. Era el General en Jefe.
A finales del ´95 se lanzan a los campos para repetir la hazaña de la invasión, esta vez con un éxito total. Gómez realiza, en Camagüey, la “Campaña Circular”, sumando numerosos adeptos. Y en las Villas también lleva a cabo otras campañas, todas desarrolladas victoriosamente. Acomete, de forma brillante, el “Lazo de la Invasión”, donde retrocedió unos kilómetros para luego rematar al enemigo. La táctica que implementó durante esta segunda guerra, fue genial, de un estratega militar muy brillante. La muerte de Antonio Maceo y de su hijo, Panchito Gómez Toro, afectaron sobremanera a Máximo Gómez; pero su lamento se tradujo en más ímpetu de batalla.
Cuando se produjo la intervención norteamericana en la guerra, Gómez se encontraba en el centro del país. En su carta al general estadounidense Shafter, plasma todo el sentir de los cubanos que fueron traicionados a base de mentiras. La independencia, esta vez, tampoco se logró. En 1898 se trasladó a La Habana.
Y cayó la nube negra de la República, de la Neocolonia, y Tomás Estrada Palma disolvió cuanto de fervor revolucionario aún quedaba. El 12 de marzo de 1899 la Asamblea del Cerro destituye a Gómez: infames aquellos que no respetaron a uno de los mambises más grandes que tuvo esta tierra. En aquella ocasión, el Generalísimo expresó:
“…extranjero como soy, no he venido a servir a este pueblo, ayudándole a defender su causa de justicia, como un soldado mercenario; y por eso desde que el poder opresor abandonó esta tierra y dejó libre al cubano, volví la espada a la vaina, creyendo desde entonces terminada la misión que voluntariamente me impuse. Nada se me debe y me retiro contento y satisfecho de haber hecho cuanto he podido en beneficio de mis hermanos. Prometo a los cubanos que, donde quiera que plante mi tienda, siempre podrían contar con un amigo”.
Y luego se apagó su vida, un 17 de junio de 1905. Pobre, a la edad de 68 años.
¡Gracias Gómez por tanto batallar incansable!