Sí, me pongo viejo y lo asumo. Ya no soy un estudiante, como hace dos años y par de meses. Un par de canas anuncian este suceso natural e implacable que te depara el calendario. Es la vida, el movimiento constante de los años, que suben a tu espalda y recorren cada centímetro de tu anotomía y uno lo siente. Pero los recuerdos escolares aún “hablan”, algunos muy cercanos; otros, empolvados y guardados en la memoria, que cada vez acumula más espacio en gibabytes, y luego sirven para las historias de este cronista.
Ser estudiante supone el esquema clásico de levantarse temprano para llegar puntual, disciplina y cumplimiento ante las tareas docentes, esforzarte cada día por aprender, superarte cada vez más en las evaluaciones, enseñarle un sobresaliente a los padres, tener buen porte y aspecto; para así terminar, con los años, con una buena carrera universitaria.
Sin embargo, eso, ya lo dije, es una estructura mecánica y lineal de una cronología que “arrastras” de por vida, un tiempo que se tatúa, para muchos, en mayúscula; por lo que fue, lo que aprendiste, lo que conociste, lo que te enfrentaste.
La realidad es que a muchos de mi generación se nos pegaron las sábanas, nos ensuciamos los uniformes, nos dormimos en clases complejas y densas, faltamos a los turnos por estar en una rueda de casino o en un taller literario (con permiso, que la integralidad hay que ganársela).
La realidad es que uno no olvida el olor y el sabor de las aulas, las teleclases y sus rápidas diapositivas, los maestros que lo entregaban todo para que la variable de la ecuación cuadrara, el pan con queso y el yogurt de la secundaria, las carticas cursis de amor repletica de versos, los exámenes que te retaron y te pusieron en aprieto.
La realidad es, que aunque se te acaben los años de rojo, amarillo, azul y de universidad, uno se cree estudiante, porque nunca deja de aprender, de soñar, de superarse.
Y cuando llega el 17 de noviembre, y se celebre su día, te pones a revivir y a describir los espacios, las escuelas, las libretas, las canciones, los ruidos que provocaste, las palabras y las frases que te marcaron. Sí, te pincha la nostalgia y la añoranza, con todos los espíritus, las luces y las sombras de una etapa que no se repite.
Por: Jorge Suñol Robles
Tomado de Cubadebate