En el aniversario 150 de su muerte, Carlos Manuel de Céspedes habita el ímpetu de una nación en permanente resistencia frente a sus enemigos.
«Algunos grandes hombres de la historia han enfrentado sus destinos en soledad, envueltos en la marea de la mezquindad humana y las ambiciones de poder. Sin embargo, su esplendor prospera invariablemente tras la muerte, y se reproduce en la inspiración creciente que representan para aquellos patriotas, por nacer. Céspedes fue uno de ellos».
Así describió el historiador de La Habana, Eusebio Leal Spengler, la trascendencia del Padre de la Patria, más allá de su último combate, en San Lorenzo, pues aquel disparo a quemarropa no fue el final de su épica existencia, sino el tránsito de su legado hacia la inmortalidad.
Estremeció los cimientos de la nación con su clarinada primera de libertad; hermanó hombres en un ideal común; encabezó una República en Armas; renunció a las riquezas de cuna para arroparse con las precariedades de la manigua; soportó la pérdida de un hijo antes que traicionar la causa emancipadora; y bajó de la presidencia cuando se lo ordenó la Cámara de Representantes, pues no aspiraba a méritos políticos, sino a la independencia de Cuba.
En aquel patricio heroico, de profundas pasiones y grandes sacrificios personales, encontró la historia un referente. En aquel héroe extraordinario encontró la Patria un símbolo de disciplina, entereza y lealtad. En aquel hombre del 10 de Octubre, también encontraron los cubanos al Padre de todos, el de los bríos tremendos y el impulso mayor.
En el aniversario 150 de su muerte, Carlos Manuel de Céspedes habita el ímpetu de una nación en permanente resistencia frente a sus enemigos.
Tomado de Granma