Había una ensarta de emociones pintando las casas de la ciudad. De rojo y negro. Luego sopló el viento. Y se impregnó el olor en todos los tímpanos y en todas las calles, hasta que todas las verdades se hicieron arcoíris. Las campanas sonaban. Lo hicieron eternamente. No quedó nadie sin estremecer banderas, sin despojarse los miedos, sin lavar la sangre de los portones y guardarla en finas bóvedas de cristal. No hubo quien quedara inmóvil o sin gritar bien fuerte. No hubo quien no levantara las manos al cielo en señal de agradecimiento.

Un amanecer santiaguero estaba por desleírse a través de la geografía insular. Y una Caravana, llamada Libertad, se armó de hombres rebeldes, de las armas que hicieron magia con las municiones. Se vistió de verde olivo, de esperanzas, de memorias que ya no dolían, y encendió motores, y no los apagó hasta bañar de realidades a cada cubano que salió a su paso. El primero de enero de 1959 zarpó desde la ciudad heroína, más, no se detuvo.

A mitad del camino- la Carreta Central henchida- el Comandante, Fidel Castro, ordenó desviar la ruta. Resultaba obligatorio un alto en Cienfuegos. Rendir homenaje a los mártires del 5 de Septiembre de 1957, era deuda y compromiso para cada luchador que logró sobrevivir a los azares de la contienda. Y llegaron aquellos gigantes vestidos de pueblo a colocar las rodillas en el suelo, a estrechar las mismas manos que los conocieron en sueños, a reverenciar cada rincón de la ciudad donde la tiranía rasgó en pedazos a los revolucionarios más fieles.     

Y entonces poco importó la lobreguez de la noche, o el frio, que fue abusivo aquel día. No. ¡Qué va! Entró Fidel, triunfante, a la tierra sureña. La Calzada de Dolores y el paseo del Prado eran mareas humanas. Allí estaban, todos los cienfuegueros, aguardando, tan firmes como el roble, para dar la bienvenida a la Caravana que repartía emancipaciones.

Los rebeldes ya estaban en Cienfuegos. Hicieron pausa por unas horas. Recorrieron la ciudad, el distrito Naval del Sur, y en el restaurante Covadonga fueron recibidos por su propietaria. Fidel, junto a Celia Sánchez, e integrantes de la columna número uno José Martí, degustaron la paella, exquisito plato de referencia nacional.

Luego se levantó una tribuna en el Parque Martí, frente al Ayuntamiento (hoy Asamblea Provincial del Poder Popular). Se encumbró una rastra donde el líder de la naciente revolución plantó firmes los mismos pies que volaron sobre la Sierra, ahora para regalar sílabas e inequívocos sintagmas de sinceridad. “A Cienfuegos había que venir aunque solo fuera para saludar a este pueblo e inclinarse reverente en tributo a los héroes del cinco de Septiembre”, sentenció el Comandante.

Y entonces rompió el cielo. Los ojos estaban demasiado conmocionados para hablar, o para moverse. Y si hubo lágrimas fue la más pura alegría abonando las inmaculadas raíces. Y si hubo desmayos fue la emoción dando golpes sobre las paredes, ya nada firmes, de los corazones. Y si hubo brisas humedeciendo las mejillas, fue el rocío mismo bajando de los cirros o de los estratos, a inclinarse ante las barbas sagradas de los titanes.

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