No se distinguían las manos en la multitud, y la ira saltaba entre los rostros cual corcel que huye, quizás desorientado, quizás con rabia, después que el amo le marca el hierro sobre la piel. El silencio era un bullicio enorme, y el ruido se calmaba sin que se escuchasen ni los pensamientos. Yo soy hija de un pueblo que mordió el filo del machete y no se cortó, sobrina de mambises que escupieron rayadillos; yo soy la huella en sangre de todos los héroes, de todos los caballeros, que sin lanzas y sin Sanchos, salieron contra otros molinos y derribaron las aspas y engulleron paisajes. Yo soy alguna brisa que viaja, sin pausas, entre los tiempos.

  Veo un pueblo, el mismo pueblo. Creció decenas de metros, miles de metros, en todas direcciones. Construyó, justo a la vera de ese muro infernal, historias en colores, flores en colores, casas en colores. Pero vinieron fantasmas con rostros conocidos a bombardearle los sueños, vinieron de noche y al alba, con nombres impunes a espolearle los cuerpos. A partir del primero de enero de 1959, mi pueblo hubo de dormir con armaduras.

  Los ataques mojaron la ciudad al compás de las olas. Intentaron hundir la Isla. Intentaron. Hoy los libros de historia guardan las hazañas, y pioneros, como yo hace unos pocos años, con pañoletas y uniformes, aprenden la cronología, y las victorias y las respuestas. Como aquella del 4 de febrero de 1962, como esta, surgida en la Primera Conferencia Nacional del Partido.

  Hace cinco décadas, la Organización de Estados Americanos (OEA), excluyó, -escudada en argumentos inconsistentes- a Cuba de su participación en dicho sistema interamericano. Por eso mi pueblo hubo de apocoparse en la Plaza de la Revolución, cuatro días después; por eso, allá en el norte, hubieron de taparse los oídos para que no reventaran los tímpanos. La Segunda Declaración de La Habana se dibujó en todos los rincones del caimán. Ese día, a través de la voz del Comandante en Jefe Fidel Castro, mi pueblo respondió al ultraje y enjuició las miserias del continente y las agresiones injustificadas de Estados Unidos.

  Allí se prometió, una vez más, defender los triunfos. Hoy se promete mucho más, se promete desnudar las verdades, despojar de corrupciones los estratos, rectificar los traspiés del camino. “No pensamos (…) desaprovechar esta última oportunidad”, asegura Raúl Castro. Hoy mi pueblo no puede creer en soluciones fáciles, mucho menos mágicas. Hay que trabajar, preservar el pasado y escudar el futuro, porque “un principio justo, desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército”.

  Todavía hay Quijotes en las calles velando los otros molinos. Todavía hay Dulcineas, como yo, dispuestas a construir y empuñar las lanzas. Todavía hay romances en los campos de batalla y libros abiertos para contar las victorias de mi pueblo.

  Yo despierto, algunas mañanas, con el cuerpo cubierto de astillas.

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