El 6 de octubre de 1976 dos terroristas venezolanos hicieron estallar un avión de la línea aérea Cubana de Aviación en pleno vuelo; 73 pasajeros iban a bordo, todos civiles.

Se perturbaron las nubes. Cayeron a cántaros los arcoíris. El cielo trastocó los colores. Y fue rojo, rojo intenso. Y llovió. Y las alturas despidieron pedazos sajados, cenizas, dolores que se fusionaron con el aire para sembrarse de a un golpe en nuestra tierra. Los gritos no se escucharon. Las almas no quebraron las alturas, y detonaron los corazones y se rompieron los sentidos y todo fue nada después del estruendo, después del sosiego. Todo fue nada. Nada.

“Pero, ¿quién odiaba a esos muchachos? Casi todos en ese avión eran jóvenes. No, no señor, no solamente los deportistas, digo que casi todos. Los deportistas, los tripulantes, los guyaneses. Ocho guyaneses eran estudiantes y otros tres eran abuela, hija y nieta. La niña de sólo nueve años. Sí señor, eran gente muy joven. Los tripulantes también. Todos inocentes y tan sanos. Y si una cosa así ha podido suceder, precisamente a ellos, ¿quién puede estar tranquilo en este mundo?”. Y tenía razón Rotman, oficial a cargo en la torre de control del aeropuerto de Seawell en Barbados; nadie puede estar tranquilo en este mundo. Nadie.  

El vuelo 455 estaba autorizado para el despegue. Temperatura 30 grados, presión altimétrica 29,94. El avión recorrió unos 2 mil 300 metros, después, quedó suspendido en el aire. Dos asientos, en la parte delantera, quedaron vacíos luego de la escala en Barbados. A Freddy Lugo y Hernán Ricardo les bastó sólo veintiséis minutos (tiempo recorrido desde Trinidad y Tobago) para asegurarse de que la aeronave no tocara suelo cubano. La operación estaba preparada desde hacía varios meses bajo la tutela de Luis Posada Carriles y Orlando Bosch.

Una cadena de percances se había tejido desde el amanecer. Todo comenzó en el aeropuerto de Timehri, Guyana. Desde la torre de control se solicitaba al vuelo cubano aguardar por una delegación que, de tránsito a su país, deseaba viajar a La Habana. La espera significó un retardo de veintisiete minutos. Por tal motivo cuando los terroristas venezolanos preguntaron en Trinidad y Tobago por el vuelo de Cubana, le informaron que venía con atraso. Al proponerles viajar en otra línea, se negaron rotundamente.

El avión llegó a Trinidad y Tobago a las once de la mañana, hora local. De no haber más demoras arribaría a La Habana, aproximadamente, a las cinco y treinta de la tarde. Todos estaban ansiosos por respirar aire de su país. Mucho más, dos de los muchachos del equipo de esgrima: las familias le tenían todo preparado, se casarían esa noche al arribar a Cuba. Otra, llevaba en su vientre al pasajero número 74.

Hernán y Lugo estaban detrás de la fila ocupada por la familia guyanesa. Dentro del bolso había un estuche de cámara fotográfica, ahí estaba una de las bombas; debían esconderla antes de la tercera escala. Los cuatrocientos treinta kilómetros cuadrados que conforman la isla de Barbados ya comenzaban a vislumbrarse debajo de las alas del avión. Hernán se apresuró, fue al baño con la cámara en el bolsillo y cerró la puerta. Con extremo cuidado despojó del estuche a la masa de explosivo, y con sangre fría corriéndole por las venas, simplemente, oprimió el cobre quebrando a la ampolleta de ácido. Dentro de cuarenta y cinco minutos, al partirse el alambre, se desataría la descarga. En la parte delantera de la aeronave, Lugo, aparentando sintonizar un radio portátil, activó el segundo explosivo. Posada y Bosch le habían informado que la estancia en Barbados sería sólo de unos veinte minutos.

El avión se sacudió a las doce y veintitrés, hora local. No tardaron los pilotos en darse cuenta que sólo una onda expansiva muy poderosa podía causar una bajada súbita de la presión y derrumbar de un golpe la puerta de la cabina. Una nube de humo negro mezclado con gritos de espanto comenzaba a apoderarse de la aeronave. De inmediato se comunicaron con la torre en Seawell. Sólo hacía ocho minutos que habían despegado. Se encontraban a veintiocho millas. En Barbados la señal de emergencia puso alertas a todos. 

Junto a la zona de explosión se abrió un boquete de casi un metro de diámetro. La nave perdió presión, se escapó el aire contenido y la fuerza de succión arrastró con todo lo que encontró a su paso. El fuego se propagó en pocos segundos y el humo fue robando vidas en instantes. La bomba reventó debajo del asiento número veintisiete donde iba sentada la niña guyanesa. Algunos pasajeros sobrevivieron, otros se consumían en fuego, el resto vomitaba humo negro.   

Una ligera inclinación de las alas del avión fue el aviso del regreso al aeropuerto. Estaban autorizados a aterrizar en la pista número uno. Los bomberos aguardaban. La velocidad era cercana a los cuatrocientos kilómetros por hora, muy por debajo de lo establecido para esa altura y el giro que realizaban era muy amplio. Los separaban apenas unos tres minutos y treinta y un segundos. El oxígeno que expedían automáticamente las máscaras también contribuía a propagar las llamas, la temperatura era de unos sesenta grados. Cuatro minutos y cincuenta y siete segundos después de la explosión, ya habían muerto más de cincuenta pasajeros.

En La Habana, los familiares llegaron al aeropuerto en espera de los hijos, esposos, padres… les indicaron que el avión tenía problemas técnicos, que se marcharan a casa y se mantuvieran al tanto. De esa noche en adelante ya nada en sus vidas sería del mismo color. Durante varios días una eterna fila desfiló ante los ocho féretros que pudieron rescatarse.

“Sí (…) les faltaron sólo cinco minutos. Pero esos muchachos estaban muy ansiosos por regresar a casa”- declaraba Rotman. Ciertamente, si hubiese despegado cinco minutos después, debido a la dirección del viento, la explosión hubiese ocurrido a unos tres mil pies de altura y a unas doce millas del aeropuerto; sólo hubiesen tardado tres minutos en regresar.

La segunda bomba estaba por estallar. Pocos segundos después la nariz del avión apuntó al cielo. Los cables de la cola se partieron y el control de la nave se perdió. El copiloto pensó, equívocamente, que su compañero intentaba ganar altura, por ello le gritó: -¡Eso es peor, Felo! ¡Pégate al agua, Felo! ¡Pégate al agua!

El vuelo quedó suspendido en el aire, se inclinó sobre el ala derecha y se desplomó sobre el mar. En el agua flotaban los restos del avión, asientos, restos de carne, bolsos, extintores de oxígeno, decenas de espadas.     

 

 

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