Hay un mundo después de los párpados. Donde el silencio rompe los tímpanos y los gritos no se escuchan. Donde hay mortales incólumes que no debieron morir, o que debieran renacer. Donde hay lágrimas rasgando con sangre las paredes, lágrimas deshechas que pulverizan ventanas. Donde no vuelven los atardeceres ni los silbidos del alba. Sólo descansan, no sé si en paz, las almas gigantes de los hombres.

La blancura de su rostro hubiese paralizado al más valiente. De tener enfrente aquel cuerpo escuálido, maltratado por quienes ni imaginaban su grandeza, aquellos ojos estremecedores, la piel bruñida, el talante aún firme, como quien está seguro de las victorias; no hubiesen podido, si quiera, pronunciar palabra. Y es que aquellos cobardes le temían hasta después de muerto. Le temían a su espíritu, a la energía de los titanes que no se sofoca a tiros.

Estaba tirado, en un rincón, malherido; pero firme como si asistiera el parto de alguno de sus hijos o escuchara los gritos de los cubanos en el amanecer de enero del 59. Sí, se precipitaba sobre él una estampida, pero estaba firme y la mirada se clavaba en el cielo. Bolivia. Bolivia fue sarcófago y fue entierro y fue panteón y hasta los árboles lloraron, las montañas, la tierra que nunca más volvió a secarse, los caminos, las piedras, cada río… No hay paz en este mundo para hombres como él. La impotencia y el miedo son las cabezas en sus escopetas; fusiles que no descansan hasta el exterminio. 

A esos guerrilleros desertores, Vicente Rocabado y Pastor Barreras, se les quedó corta la hombría, y escupieron las palabras, lo delataron. Ahora la contrainteligencia americana sabía de su presencia en Bolivia. Entonces volcaron las más modernas técnicas, las soplaron entre los árboles sembrándolas cual semillas de plantas carnívoras. Infiltraron agentes, y fue George Andrew Roth quien los marcó como animales: esparció entre los guerrilleros una sustancia química rastreable por los pastores alemanes de los norteamericanos.      

El 20 de abril de 1967 cayeron prisioneros el pintor Ciro Roberto Bustos y el escritor francés Regis Debray, y esos perros, no los de cuatro patas, los otros, cincelaron sobre sus pieles las más inimaginables torturas. Entonces hablaron. Se confirmó la ubicación. Se desató una verdadera represión, descontrolados cual lobos en Luna llena extremaron las medidas: repartieron secuaces y reforzaron estaciones, aeropuertos, las fronteras. El Ministro de Interior boliviano, doctor Antonio Arguedas Mendieta, declaró que la CIA tomó el Ministerio del Interior en Bolivia como si fuese un consulado de ellos.

Compraron collares y los tallaron fuerte en los cuellos de militares y policías bolivianos, los corrompieron. Luego fueron infiltrados como arrieros, comerciantes, vendedores de productos; y fue Pedro Peña, injuria de hombre, quien detectó el grupo buscado en la Quebrada del Yuro e informó a La Higuera. Así lo tuvieron, delatado, traicionado por los propios hijos de la tierra en la que luchaba.

El dictador boliviano Rene Barrientos, también agente de la CIA desde 1960, al enterarse se reunió con el embajador norteamericano en la Paz; y cual lacayos sucios esperaron órdenes de Washington. Ya todo estaba listo, el hombre apresado, el escenario construido, la farsa armada, ya podían afirmar que Bolivia era la única responsable de su asesinato; a ellos sólo les bastó rotar la cara en la moneda.       

Luego vinieron los medios, la desinformación, los ultrajes. Transmitieron oleadas de mentiras sobre la verdad que se hilvanó en la Higuera. Un periodista boliviano fue el encargado de difundir las falacias, él mismo afirmó: “No importan los bolivianos, son analfabetos, no saben leer. Importan los europeos y los norteamericanos. Allí un por ciento va a creer, a otro por ciento le convendrá creer, a otros le haremos creer. El resto dudará. Nuestro éxito consistirá en que hagamos de los guerrilleros unos bandidos y de Tania una mujer vulgar”.

La muerte de Ernesto Che Guevara no fue más que un terrible complot, un cruento teatro. Pero hay un mundo después de los párpados, y hoy su esencia brota en aquel santuario de la Higuera. Y su sangre está diseminada por los árboles, en tupidas selvas cuyos pináculos llegan al cielo y rompen en lluvia sana que purifica. Hoy regresa el Che con su figura intacta cual valiente Quijote en contra de molinos. Y camina entre los hombres con su tabaco en la mano y le devuelve algo de luz a las estrellas, esas que se extinguieron cuando su voz, su corazón y sus ojos, se apagaron en aquel octubre de angustias.     

     

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