La tormenta estaba por tragarse la noche, no eran horas para andar sola por el campo, mucho menos con unos cuantos meses de embarazo dentro del vientre. Pero Lina no entendía de estas razones, ella era la rebeldía misma en Birán. Llegaría a casa en unos minutos, pero el equino se asustó con los truenos y en una peligrosa maniobra cayó al suelo en medio del temporal. A la criatura no le sucedió absolutamente nada. Sería ese uno de los partos más difíciles en la familia Castro por el tamaño del feto, pero el muchacho nació saludable. Desde aquel entonces Lina, su madre, lo llamó: el caballo.
Esa fue una de las primeras anécdotas sobre Fidel que nos contaron cuando llegamos a Birán, una mañana de marzo, con deseos inquietos por conocer los misterios que guarda. El paisaje es sorprendente: un pequeño oasis en medio del campo, un batey que llegó a tener 26 construcciones (escuela, bar, correo y telégrafo, valla de gallos, casa para las visitas, etc.) y la excelente conducción de Ángel Castro.
Y uno se queda perplejo, en silencio entre tanta historia y tanta magnificencia y quiere recorrerlo todo de una vez e imaginarse ese mismo paisaje hoy. No es difícil. Los pasos, los de todos, están grabados en el aire, saben a 1926. El salitre que saltó desde Nipe también tiene su espacio en la madera, junto a la casa, por debajo de los retratos, sobre las escaleras. Las nubes son las mismas, los recuerdos están pintados en lontananza de un color que huele a libertades.
Mientras recorríamos cada una de las instalaciones sin soltar el obturador de las cámaras, mientras vimos su pupitre, su cuna, su cama de unos años después, su pelota de basket, su ropa, su casa, sus retratos… continuamos aprendiendo las anécdotas que nos contaban:
Un día, Fidel tuvo una idea para entretenerse y se llevó a su hermano Raúl para hacer experimentos biológicos con pollitos de la cría de su padre. Junto a otros niños de los alrededores, les rajaban la barriga a los animales con una navaja, luego de verles los órganos intentaban coserlos y esperanzados con que alguno pudiera caminar, ya llevaban más de una docena de pollos muertos cuando su padre los descubrió.
El castigo fue severo: unos cintazos a mano de Lina. Todos se resistieron al escarmiento e intentaron de todo para escapar, menos Fidel que le dijo a la madre: yo lo merezco, y se entregó débil y manso. Lina fue incapaz de pegarle, le decía a su esposo: ¿crees que tengo valor para pegarle a este muchacho? El único responsable salía ileso.
Otras travesuras de Fidel fueron escaparse de noche para encontrarse con alguna novia, amarraba entonces un cordelito a un dedo de Raúl en el cuarto, cuando llegaba tiraba de él y su hermano le abría la puerta; solo que una vez volvió el padre a sorprenderlo cuando se amarró él mismo de la cuerda. Luego dejó Birán por la Sierra, por la libertad y solo regresó una vez antes del triunfo, dicen que Lina se levantó esa mañana con la sensación de que su hijo vendría y sacó del refrigerador un pavo que le había guardado durante tres años. Lina guardaba en la casa varios objetos con los que pedía protección para su hijo y un cuadro de Fidel vestido de verde con la siguiente inscripción: Que Dios lo bendiga.
El recorrido se nos terminó demasiado rápido, fue cuando todos nos dimos cuenta que Birán es un instante sacro, es el vientre bendecido, la esperanza escuchada a través del llanto de un niño; Birán es el pedazo de tierra que se abrió en dos, porque las entrañas de una madre eran demasiado pequeñas para concebir un gigante.